El café, esa bebida que muchos consideran indispensable para empezar el día, tiene un pasado tan intenso como su sabor. Aunque hoy lo asociamos con energía, calidez y convivencia, en el siglo XVI fue visto con desconfianza y hasta prohibido en algunos lugares.
En La Meca, hacia el año 1511, los gobernantes locales notaron que las cafeterías comenzaban a convertirse en puntos de encuentro. Allí, las personas no solo disfrutaban de la bebida, sino que también conversaban durante horas, compartían ideas, debatían temas políticos y, en algunos casos, cuestionaban la autoridad religiosa y social.
El café, al mantener a la gente despierta y estimulada, parecía fomentar un ambiente de efervescencia intelectual y de posible rebeldía. Esto llevó al gobernador Khair Beg a decretar la prohibición del café, argumentando que era una sustancia peligrosa para el orden social. La medida se aplicó con fuerza, cerrando cafeterías y persiguiendo su consumo.

Sin embargo, el veto duró poco. El atractivo del café era demasiado grande: no solo era una bebida reconfortante, sino que también unía a las personas en torno a la conversación y la cultura. Muy pronto, la prohibición se levantó y el café siguió expandiéndose por el mundo islámico.
En los siglos siguientes, la bebida llegó a Europa, donde fue recibida primero con recelo, pero después conquistó palacios, cafés literarios y centros políticos. Para el siglo XVIII, las cafeterías eran consideradas “universidades del pueblo”, lugares donde se difundían ideas revolucionarias y comerciales.
Hoy el café es la segunda bebida más consumida del planeta, solo después del agua. Su historia en La Meca nos recuerda que lo que alguna vez se vio como una amenaza, terminó siendo un motor de cultura, sociabilidad y creatividad.
